Avui és Sant Jordi


Domingo, Abril 23, 2023

Avui és el meu sant, Sant Jordi, i també un dels dies més esperats del calendari any rere any. Veure les parades de flors al carrer, els llibres, els mitjans informant de tot lo que passa, la cursa al més pur estil de MotoGP dels escriptors per veure qui és el més venut de la jornada en un dia de màxima expressió catalana, de cultura, de bon rotllo, de companyonia i d’orgull patri, fins i tot en aquells que no se’n senten i que per un dia veuen en la diada un exemple de comportament comú.

I així ha estat per més de cinquanta anys..., però ja no, o com a mínim, ja no tant.

Aviat farà divuit anys que sóc a fora, vivint a un altre país a on tot això no els importa una mé, bé, de fet gairebé res no importa una mé en aquest punt remot perdut a l’oceà, i per això fa una pila d’anys que no veig paradetes de llibres, ni escriptors, ni roses al carrer. El temps s'ha menjat fins i tot aquella il·lusió que tenia de ser un d’ells algun dia, de veure’m estrenant un llibre de la meva autoria i presentant-lo en un Sant Jordi gloriós. 

Avui rebré (perquè sóc molt afortunat) dotzenes de missatges i trucades des de l’altre banda del mar, d’amics i familiars que se’n recorden invariablement del dia d’avui empentats per la sort dels Joans, els Jordis i els Joseps (i les Joanes, les Jorgines i les Josepes, és clar) de tenir un nom viral abans que aquesta conya marinera de la viralitat fos un virus. I em sentiré realment feliç alhora que trist per no ser-hi allà.

Però reconec que el passat mes d’octubre de 2017 alguna cosa es va trencar en la meva pertinença al país, en el meu sentiment d’orgull patri, i tot i que estimo la terra com ho fa qualsevol immigrant, no puc deixar de reconèixer que cada cop se’m fa més coll amunt repetir les tradicions i sentir-les amb emoció. 

En tots aquests anys no he deixat, ni penso fer-ho mentre pugui, de comprar la rosa i portar-li a la Luz en un dia que la florista, només en veure’m entrar a la botiga aquest únic cop l’any, ja em fa el recompte de quants empleats del Catalonia (la cadena hotelera amb la que ens confonen als catalans a Punta Cana) han passat abans que jo per repetir tradició. Són tan bons que fins i tot han trobat un herbot que simula una espiga prou dignament. 

Avui és Sant Jordi, i ens hem de sentir prou orgullosos. Avui agafaré la senyera que guardo amb cura i la penjaré a la palmera de la porta de casa. Rebré amb il·lusió cada missatge i cada trucada, i miraré les noticies per veure com està la Rambla i qui és l’escriptor més venut amb l’esperança que sigui un amic o un autor de l’agència de la Sandra Bruna. Me’n recordaré de l’Albert Salvadó, desitjaré que els llibreters, en especial l'Àngels, facin la caixa de tot l’any i fins i tot desitjaré amb totes les meves forces que la gent llegeixi algun dels llibres que ha comprat i torni a passar per les llibreries d'aqui unes setmanes. Avui faré veure que m’emociona un dia que, a força de perdre-me’l presencialment, també ha anat perdent força al meu cor.

Visca Sant Jordi, visca la terra i moltes felicitats a tots.



24 de febrero


Jueves, Febrero 24, 2022

Llueve, y el césped del patio está cubierto de hojas amarillas que asemejan pequeñas flores recostadas en un lecho verdoso y húmedo. Los que amamos las letras de García Márquez sabemos que así es como se presenta la muerte. 

Hoy me recuerda mi hermana que nuestra madre habría cumplido 78 años si 28 años atrás no se la hubiera llevado un cáncer cabrón. Hoy, que a un loco maldito se le ha ocurrido apretar el botón de la muerte ajena por engrandecer el ego de sus bolsillos, hoy, que hablaba con un amigo y me explicaba que no ve razón para seguir después de que su esposa, tras treinta y cinco años juntos, también hubiera muerto. Hoy, que nuestro patio ha amanecido cubierto de hojas amarillas, es 24 de febrero.

Toda medida requiere de otra para comparar su magnitud, y si ponemos nuestro tiempo en la balanza infinita apenas no somos ni un pedacito de la te del tic-tac del reloj cósmico, pero si transmutamos veintiocho años a una vida humana es, como poco, un tercio. Mi madre murió con cincuenta años, apenas un par menos de los que tengo yo y casi los que va a cumplir mi querida hermana, y son tantas las cosas que nos quedan por hacer a esta edad que no imagino cómo ha de ser el dejar nuestro tintero con la pluma cargada y el bote a la mitad para escribir todas las historias que aún nos faltan por vivir. Veintiocho años en los que no ha conocido a sus nietos, ni a sus nueras, ni a sus yernos, que no pudo seguir luciendo el palmito ni adornar su permanente teñida con aquella pamela de verano de cuando salía a la playa, armada con un pareo y una toalla, o a vernos jugar a fútbol contra equipos de niños de otros campings.

Todos hemos rehecho nuestras vidas, todos menos ella, claro, que quizá nos observe desde algún punto cuántico y sonría al ver cómo nos van las cosas. Es probable que desde allí nos eche una mano, por qué si no, ¿cómo es posible que tengamos tanta suerte en la vida? No lo sé, es imposible saber estas cosas pero alienta, como a los creyente su fe, pensar que el pozo negro de la muerte no es el único sentido de la vida y que quizá el más allá esté formado de gradas gigantes, como en un campo de fútbol monstruoso, desde el que las personas muertas vean cómo les va a aquellos a los que dejaron su legado. Una especie de mundo de Coco pero sin tantas escaleras ni luces de neón.

Recuerdo, de muy niño, quizá en las primeras memorias que retengo de mi infancia, que un día andaba con mi madre por el paseo marítimo (después supe que de Vilanova y la Geltrú), y pasó un tipo en un coche, paró a su lado y le dijo una barbaridad. Yo, que no tendría todavía los tres años, me asusté mucho porque un hombre, que no era mi padre, le dijera aquellas cosas a mi madre. Ella le restó importancia, acostumbrada como estaba a vivir en un mundo machista del que sólo escapó casándose con dieciocho años recién cumplidos, y seguimos para casa. Aún hoy, cuando veo a alguien que detiene su vehículo para comportarse con una mujer como una bestia en una plaza de toros (bestias todos menos el animal, por supuesto) me avergüenzo, me asusto y me enciendo como aquel día.

Me cuesta recordar a mi madre. He de parar a pensar y rememorar fotografías que hoy descansan en la nube recuperadas al tiempo por un escáner. La veo casi siempre sonreír y me pregunto si fue feliz. Si toda su niñez, envuelta en aquella miseria de una Andalucía postguerra, no la hirió en la esperanza de la felicidad. Quiero pensar que no, que por ratos fue feliz, y que el tiempo que pasó con mi padre, así como el hecho de tenernos a mi hermana y a mí, más allá de penalizar una economía nunca boyante, la hicieron sentir esa felicidad que da la sensación de estar haciéndolo bien. 

Ella, que nunca estiraba el más el brazo que la manga, que fue criada en la ortodoxia del sacrificio, que era capaz de caminar toda Terrassa para ahorrar un duro en un kilo de lo que fuera que estuviera más barato al otro lado de la ciudad, no sé si tuvo tiempo de vivir su vida.

Me asusta pensar que no. Me asusta pensar en las vidas que no se viven.

Descansa, mama querida, dónde sea que estés mirándonos desde la eternidad y gracias, gracias por darnos la vida y por enseñarnos a vivirla.

Te quiero.

Esqravos


Sábado, Diciembre 25, 2021

No soy nadie, de hecho ninguno de nosotros somos nadie, o por lo menos eso es lo que he comprendido tras algunos días de vivir en lo que dicen es el primer mundo.

Y cuando digo que no soy nadie quiero decir que no soy lo suficientemente humano para llegar a ser nadie.

Antes, quizá en otra época que ha quedado grabada en mi memoria como cierta, las personas íbamos a los lugares y se nos reconocía por las formas, el rostro, el tamaño de la cabeza, la ropa que vestíamos o los idiomas que hablábamos. De esa forma nuestros interlocutores, camareros, policías, funcionarios, dependientes, otros seres humanos como nosotros, sabían que todos pertenecíamos a la misma especie y se nos abrían las puertas de la interacción con ellos. 

Antes, quizá en esa época que creo recordar que existió, ibas a un bar, una tienda, un aeropuerto, una casa, y la persona que te recibía reconocía en ti un ser humano con potestad para ser tratado como algo vivo, algo por encima de una mascota o una caja de cartón.

Antes, quizá en esa otra época que dudo que existiera, cuando alguien te preguntaba algo respondías. A veces con la voz, otras con una sonrisa o una mueca, y algunas con la indiferencia, que no deja de ser una respuesta tan válida como cualquier otra.

Pero ahora no. 

En esta época que espero no recordar y que sí es real, nada de eso tiene valor.

Ahora, lo que nos identifica como seres vivos conscientes no es ni estar vivos ni ser conscientes, sino el hecho de presentar en la pantalla de nuestros celulares (mucho más inteligentes que nosotros) una amalgama de puntos, rayas y cuadrados negros sobre un fondo blanco algo que llaman código QR. 

Ahora, si vas a un bar, una tienda, un aeropuerto o una casa lo que hace saber a la otra parte si eres digno o no de ser considerado hábil para acceder es que tu teléfono móvil disponga de ese código, y lo más importante, que el mismo teléfono inteligente de la contraparte sea capaz de leerlo

No sirve ya una sonrisa, una palabra, una explicación o una anécdota. A nadie le interesa nada de eso. Ahora, si no tienes un QR que diga quién eres, sencillamente NO ERES.

La verdad, no tengo nada en contra de este nuevo sistema de reconocimiento entre humanos. Casi diría que me siento cómodo en esa bruma incierta, pero me jode profundamente que el invento haya dejado en la cuneta de la no existencia a más de la mitad de la población mundial. No hace falta más que ir a un aeropuerto y ver la fila de personas, casi todas mayores, pidiendo ayuda para rellenar los datos necesarios para conseguir ese QR que los convierta de nuevo en seres humanos. Personas que han hecho su vida, que se han desenvuelto en mil y una circunstancias, que han tenido que ahorrar o ingeniárselas como fuera para sacar sus familias adelante, sus vidas, y que ahora han sido condenados a la desaparición por un maldito teléfono inteligente (¡ja!) que los ha convertido a ellos en analfabetos.

¿Cómo podemos permitir algo así?

¿Quién ha sido el malparido que ha mandado a toda esta gente al más absoluto ostracismo?  

Por favor, si alguien lo sabe, que me envíe un código QR con sus datos.

Los diez puntos de dirección de Ted Lasso, el anti jefe


Lunes, Septiembre 27, 2021

Estos días he tenido la suerte de ver una serie en televisión: Ted Lasso. Vaya por delante que no soy capaz de seguir una serie dramática más allá de los dos o tres primeros capítulos (con suerte) porque cualquier historia, por buena que sea, acaba estirándose como un chicle y convirtiéndose en eso, en una serie de televisión, o como le decíamos antes, en un culebrón.

La trama en este caso es sencilla, un equipo de fútbol de la Premier Ligue que contrata a un entrenador de fútbol americano como máximo responsable del área técnica. Es decir, contratan a un director que no tiene ni la más remota idea del deporte en el que va a competir, o dicho de otro modo, contratan a un directivo que jamás en su vida ha trabajado en la rama a la que se va a dedicar.

Sin embargo, y tras los primeros ridículos públicos fruto de su desconocimiento, el coach Lasso comienza a presentar los cimientos en los que se basa su método de dirección, y que voy a intentar resumir en 10 puntos:

1. No basar el éxito en los resultados.
El coach Lasso dice, en su primera rueda de prensa ante todos los medios locales y nacionales, que no mide el éxito en el resultado de los partidos, de hecho reconoce que no le importa si ganan o pierden. Para Ted Lasso el éxito consiste en sacar lo mejor de cada jugador de su equipo. 

2. Asumir la presión del equipo y protegerlo de las injerencias externas.
Con una sonrisa acoge todas las críticas sobre el equipo, sobre los resultados, sobre los jugadores, sobre los otros técnicos,… El coach Lasso ejerce de paraguas sobre la plantilla para que cada miembro se dedique únicamente a la tarea que le ha sido encomendada sin tener que preocuparse por agentes externos.

3. Solucionar las pequeñas cosas que incomodan al equipo.
Tras una pequeña encuesta, detecta que existen pequeñas cosas (la presión del agua de las duchas, la comida de las máquinas expendedoras, la temperatura del aire acondicionado, etc.), que no ayudan a la comodidad de los integrantes del equipo. Ridiculeces a las que no se les da importancia y que con muy poco esfuerzo hacen que la vida de un equipo de trabajo sea más cómoda.

4. Encontrar el talento oculto.
Reconociendo desde el primer segundo su ignorancia sobre el fútbol, escucha y tiene la habilidad de descubrir el talento que se esconde en los miembros del equipo, así como de premiarlo públicamente sin otorgarse sus méritos. ¿Cuántos directores no escuchan pensando que lo saben todo, o peor aún, cuántos directivos no se adjudican las ideas de otros? ¿Y cuántos de estos directivos triunfan?, así es, a la larga, ninguno.

5. Encontrar el líder, o líderes, entre los miembros del equipo.
Es importante comprender que un equipo está hecho de pequeños equipos, y una de las funciones más importantes de un líder debe de ser encontrar a las personas adecuadas para liderar esos grupos menores y transmitir la idea del director en cascada sobre los demás. ¿Quién puede ejercer mejor ejemplo en una plantilla que un miembro consolidado y respetado en esa misma plantilla?

6. Detectar a las personas tóxicas.
De igual manera que en cualquier grupo humano hay talento escondido, también existen personas que frenan los proyectos. El coach Lasso lo tiene claro y no le tiembla la mano para descartar a esas personas una vez está seguro de que ha hecho todo lo posible por apoyarlas e incluirlas en el proyecto. 

7. Dar importancia a los avances conseguidos.
El animal favorito del coach Lasso es el Golden Fish porque es el animal con la memoria más corta del planeta. Esa es la importancia que le da a los fracasos ante su plantilla, el olvido inmediato. Por supuesto, él sí analiza las razones del fracaso, o de las derrotas, pero no transmite ansiedad o preocupación por ellas. Todo lo contrario, el foco de la importancia lo pone únicamente en los éxitos, que celebra y ensalza dando el mérito a todo el mundo en lugar de atribuírselos él.

8. Escuchar las ideas del equipo.
Cuando un líder reconoce que no sabe de algo, inmediatamente da pie a dos cosas, desconfianza y la debilidad. Sin embargo, el coach Lasso revierte esa situación dejando que el equipo aporte sus ideas sobre las cuestiones importantes, los escucha y respeta todas las opiniones de cualquier miembro de la plantilla por bajo que sea su estatus dentro de la misma.

9. Tomar las decisiones que cree convenientes y explicarlas si han de generar controversia.
Un líder también debe ejercer como tal pues es la persona encargada de tomar las decisiones. El hecho de consultarlas, de escuchar, de entender las posturas de los demás no significa que no deba tomar las decisiones según su criterio. Eso debe hacer un buen líder, pero además ha de saber que si quiere que su equipo le siga ha de respetarlo y explicar el motivo por el que ha tomado alguna decisión que sabe que ha causado, o causará, controversia o rechazo. Sólo desde la confianza se genera confianza.

10. Solucionar facetas personales en bien del objetivo común.
Es imposible que una persona con problemas serios personales se pueda concentrar en su trabajo. El coach Lasso lo sabe e intenta facilitar las cosas a su equipo en estas circunstancias. No se inmiscuye ni ejerce de hada madrina, pero actúa con comprensión y generosidad para que los miembros de su plantilla puedan solucionar algunas facetas personales y centrarse en su labor profesional.

Estos son los diez puntos que destacaría de la serie llevada a la dirección empresarial. Un liderazgo basado en el respeto y no en los resultados, en la confianza, en el compañerismo, incluso en la candidez pues, como el propio coach Lasso, yo también pienso que es mejor dejarse engañar alguna vez por un empleado listillo que tratar a todos como si fueran delincuentes.

Creo honestamente que el único liderazgo válido es aquel que es sostenible en el tiempo, y en mi opinión eso sólo puede conseguirse desde el respeto y confianza mutuos. 

Sin embargo, yo añadiría un punto más a este decálogo del anti jefe,

11. Exigencia.
El éxito puede no basarse en los resultados, cierto, pero sólo en una serie de televisión. De hecho, el equipo de Ted Lasso pierde la categoría y baja a segunda división, lo que en la vida real, donde el éxito sí se mide en un porcentaje importante por los logros conseguidos, el protagonista de la serie habría sido despedido al instante. Lo mismo ocurre en cualquier empresa, si en una compañía toda la plantilla es extremadamente feliz pero no ganan un euro, ésa no es una empresa sana ni sostenible. Por eso creo que al decálogo de Ted Lasso le falta un punto de exigencia y competitividad.

Pero dicho esto, también creo que en un mundo como el actual, donde cada año se ha de ganar la liga, la Champions, los niños han de hacer cincuenta tareas extraescolares, las empresas han de vender un treinta por ciento más que el año pasado, más que la competencia, donde los beneficios han de crecer un cuarenta por ciento en cada trimestre, las acciones deben subir, las plantillas deben rebajarse, la tensión y la presión han de incrementarse sin límite ni pudor, los precios deben aumentarse y todo ha de ser más, y más, y mucho más, el ejemplo de dirección que nos ofrece Ted Lasso es maravilloso. 

Por supuesto es evidente que el éxito sí debe medirse según los resultados, pero en qué porcentaje. ¿No sería acaso también un éxito dirigir una empresa que fuera rentable y que al mismo tiempo sus empleados, clientes y proveedores, fueran tratados con respeto? ¿No sería un éxito que esa empresa sacrificara un porcentaje de unos posibles beneficios a corto plazo en pos de conseguir esa estabilidad?

Una de las primeras cosas que hace el coach Ted Lasso al entrar en el vestuario que ha de dirigir es pegar un cartel con la palabra BELIEVE!, ¡cree!, algo que siempre intenté cuando tuve la responsabilidad de dirigir un equipo humano, creer en ellos, y por eso me he hecho fan absoluto de Ted Lasso. Quizá de la serie no tanto…, la verdad, pero ver la forma en que este personaje de ficción aborda la dirección de su equipo me ha encantado y me ha hecho desear profundamente que el mundo estuviera dirigido por muchos Ted Lassos.


Gracias, República Dominicana


Domingo, Febrero 28, 2021

Ayer tuve el placer de ir a cenar con un grupo de amigos a los que hacía algunos meses que no veía, mitad por la pandemia, mitad por mi falta de tacto social, y durante la tertulia, en la que nos reímos y comentamos mil historietas, salió el tema de lo que suponía para nosotros vivir en República Dominicana. Casi siempre, cuando sale a colación la dominicanidad entre los extranjeros que vivimos aquí, tendemos a resaltar más las carencias que las virtudes. Supongo que quizá se deba en parte al síndrome del emigrante que recuerda la tierra propia como el paraíso en comparación a la de acogida, pero como sea, en esa charla uno de los colegas dijo estar muy agradecido a este país porque aquí había conseguido la mayoría de sus sueños. Fue tan así que nos explicó que había hecho una lista de sueños conseguidos en República Dominicana y que jamás, pero jamás de los jamases, habría podido ni imaginar en su España natal.

La idea me pareció tan buena que no quiero dejar pasar el día grande de este país, el día de su independencia (sic) para hacer mi lista de sueños cumplidos en República Domincana. Aquí va:

- Ser padre. Mis dos hijos son dominicanos de puro gen.

- Traer a nuestros padres y que pudieran vivir la experiencia de ser huéspedes de lujo en un resort cinco estrellas.

- Que nuestros padres, el de mi compañera y el mío, se conocieran por fin.

- Tener un barco.

- Vivir en una casa de película.

- Viajar a los Estados Unidos como si fuera el patio trasero de casa.

- Pilotar una avioneta.

- Conducir (o como se diga) un catamáran por el mar Caribe.

- Montar a caballo hasta decir basta.

- Ver a mi padre comerse una bandeja paisa y beber Presidente.

- Salir en bicicleta por el paraíso en apenas unos minutos de casa.

- Tener mi parte de América y de Europa.

- Bucear en barcos hundidos, con tiburones, visitar arrecifes y ver uno de los mares más hermosos del mundo.

- Dirigir un equipo humano de más de mil personas y que muchas de ellas aún me tengan cariño (o eso quiero pensar).

- Bañarme, literalmente, en el paraíso.

- Que mi compañera no tenga frío nunca más.

- Escribir cuatro novelas, tres de ellas ambientadas en Dominicana.

- Representar a República Dominicana en la Feria Internacional del Libro de Miami.

- Ver delfines y ballenas en libertad.

- Ayudar a que cientos de miles de turistas hayan disfrutado de este país.

- Aprender de gentes de mil lugares y de mil maneras diferentes de ver la vida.

- Conocer gente muy importante y ratificar que la clase no depende ni del cargo ni del dinero que se tenga.

- Presentar Anacaona en la Feria del Libro del Bronx, en Nueva York, de la mano de una gran amiga dominicana.

- Ir a tres conciertos de Juan Luis Guerra, uno de ellos casi en familia.

Y más, muchos más sueños cumplidos (algunos inconfesables) que de no haber tenido la infinita fortuna de caer en este pedacito de tierra en medio del mar y el cielo, como dice Juan Luis Guerra, jamás habría podido cumplir. 

Así que por todo esto y por mucho más, gracias República Dominicana, muchas gracias.


Moáis de ébano


Jueves, Diciembre 3, 2020

 - Yo le dice, no deje la escuela, pero ella piensa mujer porque tiene diecinueve y se casa con hombre y ahora está muerta.

Es Richard quien me explica que ayer murió su hermana desangrada por una hemorragia tres días después de parir. 

- Ella dice hombre tiene cédula y se casa.

Me lo explica con su español aprendido a base de decir sí amo y obedecer desde que dejara su Haití natal para intentar sobrevivir más allá de los cuarenta años que la estadística le hubiera reservado de quedarse en el infierno del planeta. Lo miro a los ojos y me rehúye la mirada. Está triste, pero sólo por dentro. Desde mucho tiempo atrás, quizá antes de nacer, sabe que los pobres de la tierra no tienen derecho ni siquiera a demostrar sus emociones.

Un día, charlando con un amigo en un batey, le hice notar que allí los niños no lloraban. ¿Para qué?, me preguntó.

Richard es uno de esos niños, y Samuel, y Yodel, y la mayoría de los jóvenes inmigrantes que voy conociendo. Duros, flacos, nudosos como el sarmiento, y pétreos. A veces, cuando aún no me han visto llegar los escucho reír, aunque no tengo idea de sus bromas porque su idioma se me hace bastante desconocido, pero apenas me ven entrar mutan la expresión y transforman sus rostros en moáis de ébano. Sí patrón, me dicen sin que les haya hecho todavía una pregunta, todo bien, patrón, y me miran, me estudian y calculan cuándo será el mejor momento para pedirme cuatro pesos. Yo les conozco la mirada e intento ocultar la mía tras una llamada ficticia o un saludo a un tercero que ni siquiera ha llegado.

Richard tiene la edad indefinida de la vida dura, quizá ronde el límite al que podía aspirar en Haití por ser varón (las mujeres aún viven menos) o quizá esté por la veintena. No lo sé, soy incapaz de calcular su edad.

- Ella pone sangre mala y no hace caso.

No sé qué decir. 

- Era una niña y ahora deja un bebé de tres días.

Ya lo ha dicho todo, diecinueve años, no quiso seguir en  la escuela porque pensaba que lo sabía todo, se “casó” con un hombre (del que no me he atrevido a preguntar) y murió por no tener ni para una transfusión.

Fin de la historia. No importa en el idioma que se hable, no hay nada más que decir.

Le aprieto el brazo en un gesto cariñoso y siento la musculatura de gladiador que se esconde tras la opacidad de su piel. Doy gracias por llevar la mascarilla y me refugio en el interior de mi coche.

Richard se queda donde lo encontré, de pie en medio de la nada, resistiendo la pena de un corazón encofrado en madera de caoba. 


Larga vida al Lobo


Lunes, Octubre 19, 2020

Apenas llevaba cuatro días en el país cuando te vi por primera vez. El malogrado Rodrigo, asesinado vilmente en su oficina de México, tocó en mi puerta y me preguntó si quería ir a una playa en el Caribe, la mejor de todas, me dijo. Por supuesto le respondí que sí y arrancamos para Bayahibe. Entonces, catorce años atrás, no había ninguna de las carreteras hoy que trenzan el territorio y nos costó cerca de dos horas llegar al hotel Dominicus en el que tú trabajabas. Franco nos ayuda, me dijo Rodrigo cuando nos negaron el paso a la playa en la barrera del hotel. Rodrigo sacó el móvil, te llamó y bajaste. Imponente, dando instrucciones, con una sonrisa que endulzaba tu personalidad de líder. 

Rodrigo nos presentó y yo sentí que debía estar con alguien muy importante si era capaz de abrir una barrera de hotel con sólo mirar al guardia. No me equivoqué, estaba con una persona muy importante, una de las que más.

A ese primer encuentro vinieron otros, muchos de ellos de carácter profesional, pero tu corazón arrollador se abrió a nuestra familia y empezamos una amistad que de no haber sido por las precauciones laborales, estoy seguro que aún habría sido mayor.

Me invitaste a tu casa y nos cediste tu habitación, claro que eso no lo supe hasta que empecé a ver tantos enseres personales tuyos, porque antes de acostarnos me aseguraste que ése era el cuarto de los invitados. Zorro, o mejor dicho, lobo, cómo me engañaste. Luz y yo en tu cama y Raquel y tú en una habitación con dos camitas… Así eras tú, querido Franco.

Es imposible recordarte y no ver su sonrisa. Imposible.

La mayoría de nuestros buenos recuerdos en este país se han construido de tu mano. Si venía algún amigo, a tu isla lo llevaba, si venía mi familia, me preparabas una mesa como si hubiera venido a visitarte el presidente de la ONU. ¡Nos has hecho tan felices, a mi familia, a mi hijo, a mis amigos, a mi padre, a todos los que te hemos conocido!

- Franco

- Ordene comando.

Esa era tu respuesta. Siempre. Ordene que yo le ayudo, y una sonrisa.

Hoy no me he atrevido a acercarme a verte, no me lo tengas en cuenta, pero quiero que en mi recuerdo siempre esté esa calva desafiante, el rostro limpio y la sonrisa de lado a lado. Las manos fuertes, los hombros grandes, el cuerpo de una persona que se comió la vida con patatas y a quien ni siquiera un puto cáncer de mierda le quitó la alegría. Aún un par de días de irte sacaste fuerzas para despedirte. 

No sé qué decir. No sé cómo mitigar la tristeza. Quería hacer una glosa de tu persona y no puedo porque no me creo que ya no estés.

Es imposible.

Sé que mañana, si voy a la playa de Bayahibe, te encontraré sentado frente a tu mesa de plástico mandando mil cosas mientras atiendes a la gente y te encargas de que su visita a la isla Saona, tu isla, sea una experiencia inolvidable para cada una de ellas.

Juntos hemos vivido situaciones muy difíciles, y nunca te vi perder la calma o decir una mala palabra a nadie.

Hoy he visto a tu familia desolada, a tus amigos envueltos en lágrimas, a otros que reían recordando las anécdotas vividas junto a ti. Todos armados con las malditas mascarillas, y aún así eran cientos los que se han acercado a darte un último adiós. 

Has sido un ejemplo de vida, y más que de vida, de vitalidad. Alguna vez me dijiste que por tus venas corría gasolina, pero no era verdad, por tus venas corría la generosidad absoluta, por eso llegabas a todas partes, porque no existía el no en tu vocabulario. Noble, leal y solidario como el lobo líder de la manada.

Ayer dejaste de aullar, querido Franco, pero no por ello se va a dejar de escuchar tu voz. 

Hoy he visto a un grupo enorme de personas con camisas en las que lucían orgullosos un escudo de pertenencia a los Lobos, el club que tú creaste. Otro legado más de tu maravillosa vida.

Amigo, la desolación corre por estas letras a la par que el agradecimiento, la admiración y la indignación por haber sido tú el escogido para irte.

Y una vez más, como tantas en estos años, me volviste a engañar cuando asegurabas, a horas de tu partida, que no me preocupara, que las pruebas que habían llegado de los Estados Unidos habían salido bien, porque querías marcharte sin hacer ruido, sin preocupar a nadie, sin tener que decir una sola vez en tu vida la palabra no, y casi lo consigues, pero no, querido amigo, no porque por más silencioso que hayas querido irte, detrás tuyo ha quedado un estruendo de consternación y tristeza que ni siquiera tú hubieras podido acallar.

Gracias, Franco, amigo, gracias por tu generosidad, por tu cariño, por tu amistad. Gracias de todo corazón.

Lamentaré toda mi vida si no he estado a la altura de tu ejemplo.

Te quiero. 

¿Qué habría pasado si los niños no fueran al colegio este año?


Jueves, Septiembre 3, 2020

Me pregunto, sin más intención que la exposición de la duda, ¿qué habría pasado si los niños no fueran al colegio este año?

Ahora, mientras plasmo mis dudas en este artículo, mi hijo está al otro lado de la puerta encerrado en su habitación con los ojos fijos en una pantalla de ordenador de la que no se podrá mover durante seis horas y media con la excepción de tres descansos de media hora. Seis horas y media sentado en una silla del Ikea solo, sin más compañía que el sueño, el aburrimiento, el cansancio y las diferentes caras planas que van apareciendo en su monitor para hablarle de temas que no le interesan lo más mínimo. Sí, ya sé que el colegio es eso, pero un grupo de niños encerrados en una clase no es lo mismo que un niño trancado en su habitación, aislado en un espacio en el que el profesor nunca se da la vuelta, en el que no puede cruzar miradas cómplices más allá de sus muñecos y el armario de la ropa interior, donde no hay risas contenidas ni conversaciones furtivas en voz baja, un lugar a fin de cuentas que lo único que alberga es soledad. De tanto en tanto le abro la puerta y le hago caras para que fije su vista más allá del metro que lo separa de la pantalla, sonríe con tristeza y enseguida se preocupa de que la profesora no lo descubra a cincuenta kilómetros más allá, a un mundo entero de distancia conectado por cables mágicos. 

También le abro para que entre uno de nuestros perros, Lío, su preferido, pero incluso él se aburre de estar con un maniquí fijo en el monitor y rasca la puerta para que lo libere.

No sé qué aprenderán, la verdad, aunque por supuesto serán cosas muy importantes. Nuestro hijo ha empezado a cursar sexto grado y yo no recuerdo nada de cuando lo hice yo. Marçal es mucho más listo que su padre, pero dudo que en unos años tenga la más remota idea de qué estudió en este curso, sin embargo, estoy convencido de que sí recordaría para toda la vida un año sabático, un año de estar en casa, jugar, pintar, leer, hacer trucos con la bicicleta, un año de compartir con nosotros, sus padres, con su hermano, con algún amiguito que se cuela furtivo esquivando el Covid de las narices en el patio de la casa.

En estos meses nuestro hijo ha aprendido a ayudar a su madre en el pequeño huerto que tenemos en el jardín, a hacer el caballito en la bicicleta, a cocinar (mejor de lo que ya lo hacía), a repartir tarjetas con su hermano, a trabajar en algunas cosas con él, a montar conmigo, a pelar a los perros, a convivir con su familia. 

Yo no recuerdo mis años escolares, tengo fogonazos de algunos compañeros, supongo que algunas de las pocas cosas que sé las aprendería en esos años, recuerdo a Jordi, mi profesor de literatura que fue el primero en decirme que sería escritor, y no mucho más, la verdad. Pero sí recuerdo los tres meses de verano en el camping, la emoción cuando llegaba el viernes en la tarde y aparecía el coche de mi padre por la entrada del recinto. La alegría de verlo despojarse de sus vestidos grises de oficinista y calzarse un pantalón corto que no se quitaría hasta el domingo a última hora. Recuerdo ir con él a la playa, recoger petxinas y comerlas en el mar, y jugar a la petanca, y verlo a un palmo de la raya de banda mientras nosotros jugábamos a fútbol contra el camping vecino. Lo recuerdo con mi madre, siempre juntos, recuerdo a mi hermana, recuerdo la emoción de la vida en familia sin más obligación que cumplir con las horas de la comida.

Por eso me pregunto qué hubiera pasado, o qué pasaría, si este año los niños no fueran al cole.

¿Qué es tan urgente de aprender para que criaturas de esa edad tengan que soportar jornadas de oficina que ni siquiera los adultos seríamos capaces de aguantar sin una escapada al baño, a la máquina de café o a los siempre salvadores Facebook o Instagram?

Me hace sentir mal, me tortura la conciencia saber que va a tener que aguantar esto por meses, madrugar, desayunar y sentarse en una silla solo hasta las dos y media de la tarde. Comprendo que las alternativas tampoco son mucho mejores y que en los países que les hacen ir a clase, además corren el riesgo de enfermarse y enfermar a toda la familia con ellos, pero en Dominicana (como en otros lugares), que las clases son cien por cien a distancia, ¿qué diferencia hay entre que un niño esté en casa ocioso o que esté en casa esclavizado? El ocio los alegra, les aviva la imaginación, les obliga a construir cosas, mundos, tablas para saltar con la bici o cuentos en los que meten sus fantasías en forma de dragones, princesas o robots futbolistas. La pantalla los atonta, los agota, los llena de conocimientos que quizá nunca más en su vida van a necesitar, y lo más importante, les roba un año de ser niños.

Honestamente, no sé si vale la pena.

La puntita nada más


Sábado, Agosto 22, 2020

Casi todas las buenas historias comienzan con una mirada, una de esas que lo cambian todo por su intensidad, su tristeza, su rabia contenida o la esperanza dibujada en el fondo del iris. 

Ésta no. 

Esta historia comienza con un zumbido desagradable, un sonido que se amplifica por segundos hasta destruir con su maldad el último regazo en el que nos acunaba Morfeo. Le sigue, a veces, un gruñido de desaprobación y un pequeño golpe en la cabeza del despertador para que calle su aliento mórbido. Cinco minutos más, pienso siempre antes de levantarme envuelto en la sábana de la pereza, la única que conservo de mi niñez, y camino descalzo hasta el baño, cierro la puerta, enciendo la luz y observo mi cuerpo en el espejo. El cuerpo de un hombre mayor, flaco, con las costillas marcadas en la piel y los bíceps colgando en unos brazos que jamás consiguieron ser musculados. Me aseo y me calzo el culotte, la mejor prenda inventada por el ser humano y la base para que un culo normal aguante un montón de horas sentado en una tabla de quince centímetros de ancho por un palmo de largo. 

Salgo de la habitación con cuidado de no despertar a mi compañera y me voy a la cocina. Desayuno, café con leche (poca), pan con mantequilla y mermelada y un poco de arroz con garbanzos. Dos o tres vasos de agua y listo. Bueno…, una última carrera al baño, y listo.

Salgo a fuera y acabo de vestirme. Los calcetines chillones, la mochila con la bolsa de agua, la botella con más agua, un par de galletas, frutos secos o una barrita que tiro al bolsillo del maillot, compruebo la presión de las ruedas, me calzo los zapatos de payaso con calas metálicas y subo en la bici. Hoy tocan 50 km de ritmo estable, apenas un par de horas de ejercicio que a las seis de la mañana parecen más propios de la magnitud de los trabajos de Hércules que del esfuerzo de un casi jubilado.

Las primeras pedaladas son las peores, las piernas se rebelan, el culo no encuentra la posición, los cambios de la bicicleta crujen en un intento baldío para que los dejen tranquilos y el sol amenaza con salir para freírnos las entendederas. No pasa nada, siempre es así, me digo, y sigo hasta la casa de mi compañero, a poco menos de un kilómetro de la mía. Lo encuentro ya montado, saliendo con la misma cara de sueño que yo y con las mismas pocas ganas de charlar. Su mirada, quizá la que debería haber abierto la historia, me pregunta qué coño hacemos dos abuelas a esas horas disfrazados de payasos de McDonalds. Mis ojos le dan la razón y sonreímos, brevemente, sin demasiada intensidad para no crear falsas expectativas.

Decidimos la ruta, o la ratificamos si ya la teníamos pactada, y arrancamos.

Aún faltan veinticinco o treinta minutos largos para que comprenda porque me he levantado a esa hora, pero si tengo paciencia la respuesta llega, siempre llega.

Tras algunas palabras para romper el hielo, o en nuestro caso la calor, de la mañana comenzamos a pedalear en serio, a centrar la vista en los metros precedentes de la rueda delantera, a comprobar la traza, a buscar un espacio libre de piedras, charcos, palos o raíces por el que pasar. Y sentimos la respiración, las pulsaciones que se aceleran, las piernas, que una hora atrás eran dos plomos inertes, comienzan a bombear potencia, los músculos se tensan y los abuelos nos transformamos como el follet tortuga, maestro Muten Roshi para los que vieron Dragon Ball en lugar de Bola de Drac, en dos bestias imaginarias que el paisaje se traga con cada vatio de potencia que le metemos a los pedales, y nos aleja de la zona de confort mientras nos introduce en un mundo de belleza salpicada de basura humana, basuraleza la llaman algunos ambientalistas, que también dejamos atrás hasta que el verde, el azul y el marrón de esta tierra hermosa nos mece con unas vistas inigualables para cualquier otro lugar del mundo. 

En la vía nos cruzamos con gente de campo que han madrugado aún más que nosotros, niños a lomos de un caballo que va a quién sabe dónde, tipos armados con machete de camino a su conuco para recolectar o plantar las cuatro verduras que les dan de comer, abuelos sentados a las puertas de sus chozas, cowboys con rebaños infinitos de reses, mujeres con lecheras de aluminio y tipos en viejas motocicletas que nos sonríen, siempre, sin faltar ni uno al saludo tempranero. Nosotros sudamos, resoplamos, pedaleamos a todo lo que nuestros medio centenarios corazones nos permiten, y ellos nos miran entre sorprendidos y divertidos, y nos bendicen con sus ristras de dientes excepcionalmente blancos por el efecto del contraste.

Le damos duro, nos picamos el uno al otro, hoy vamos tranquilos, nos hemos prometido una hora atrás con la misma solvencia de cuando éramos adolescentes y prometíamos no pasar de la puntita, y como entonces, no paramos hasta llegar al fondo mientras escuchamos los jadeos del otro con la satisfacción de poder dejarlo atrás por unos segundos.

A pesar de la hora temprana, el sol ya hace rato que nos calienta la mollera debajo del casco y que el sudor nos cubre, a juego con la mierda de vaca y el lodo, por todo el cuerpo. Seguimos. Las pulsaciones se acompasan en el tramo alto y las manos se aferran al manillar como un náufrago a su tabla. Los brazos resisten los embates del terreno y las suspensiones de las bicicletas demuestran que tienen más tragaderas que un político, aunque por fortuna éstas son mucho más fiables. Sorteamos piedras, huecos, raíces, atravesamos un sendero oculto por la vegetación, cerrado por las copas de los árboles que se enlazan a pocos centímetros sobres nuestras cabezas, y le damos. Apretamos los puños sobre las espumas de las agarraderas, cambiamos al piñón adecuado, y le damos, duro, levantando el culos una pulgada del sillín o clavando los riñones a la altura de la tija, como sea, pero apretando.

Antes teníamos la excusa de beber agua para parar unos segundos. Ahora no. Una mochila a la que llaman, con mucho acierto, camel bag, nos suministra agua continua por un tubo infecto hasta la boca que evita las paradas de avituallamiento líquido. Sin embargo paramos, giramos el zapato sobre el pedal y un clic nos libera para poder echar un pie a tierra y contemplar el paisaje.

Vivimos el puto paraíso.

Nos miramos y sonreímos de nuevo. Ambos sabemos lo que nos ha costado llegar hasta allí y el placer que produce recorrer el camino armados sólo con las propias fuerzas. La sonrisa es intermitente entre las bocanadas de aire para restablecer el riego y bajar las pulsaciones, y como la de primera hora, también es tímida y prudente para no generar equívocos. 

Vamos, siempre es él quien lo dice. Yo asiento y cargo mi cuerpo sobre el sillín, piso con fuerza el pedal y el mismo clic libertario que unos segundos atrás me había permitido descansar, resuena ahora en el campo para confirmar que la bicicleta nos ha capturado de nuevo. Sale él delante, como un toro, y yo detrás a ritmo hasta que encontremos un lugar en el que pueda pensar de nuevo, tranquilo que sólo será la puntita, y una sonrisa endiablada responde a la gran cuestión de por qué coño hacemos este deporte, y la respuesta se muestra con una clarividencia tal que asusta.

¡Lo hacemos porque estamos vivos!

¿Y si no éramos tan felices?


Martes, Mayo 12, 2020

Empezamos a ver como en muchos países comienzan la fase de desescalada de la cuarentena, evidentemente en orden inverso a cuándo la empezaron, lo cual implica que algunos todavía deberemos esperar un poco para llegar a esa fase.

La palabra desescalada tiene un origen claramente montañero, y la montaña o el alpinismo, así como los todos los deportes de resistencia, maratón, pruebas ciclistas de largos recorridos, natación en aguas abiertas, e incluso las caminatas de muchas horas tienen en común que enfrentan a sus practicantes a un momento temible que va más allá de la resistencia física, y que no es otro que poner en valor la realidad de nuestro entorno, de nuestra vida y de cómo hemos escogido vivirla. Es un momento en el que de golpe la mente aparta lo vano y se centra en lo que de verdad importa. Nadie que ande corriendo una maratón por el kilómetro treinta o que lleve cinco horas de caminata se acuerda de si tiene un Porsche o si viste las últimas zapatillas la ostia de la reostia en colores fashion. Lo único que te planteas es si tu familia te estará esperando en la meta, si conseguirás llegar, si vas más o menos entero de lo que esperabas y si el esfuerzo que has hecho para llegar allí ha valido la pena.

Fuera de las personas que han sufrido el drama de la enfermedad o de los que han perdido un pariente, un amigo, una persona querida, así como por supuesto las personas que se han visto obligadas a encerrarse con el enemigo, mujeres con maridos maltratadores, niños con padres o parientes pedófilos, desgracias familiares que las hay a puñados, y que tampoco eran felices antes, me pregunto si nosotros, los que quedamos, éramos realmente felices.

Dicen que el necio mira al dedo cuando le señalan la luna, yo digo que el necio mira el dedo cuando le señalan un espejo. El necio se refugia en las estadísticas de los periódicos, en el ruido de la confrontación política, en lo que sea que no le pertenezca con tal de no mirarse al espejo.

Por eso me pregunto si tras estos días de comprender que necesitamos mucho menos de lo que pensábamos para vivir, de que lo superfluo del maquillaje y la vanidad del atrezzo no valen para nada, nos habrá servido para valorar nuestra vida anterior. Si seremos capaces de juzgar si el esfuerzo realizado para llegar a donde estábamos había valido la pena o no, si tendremos el valor para reconocer que muchas de las cosas que hacíamos eran por inercia aunque no nos aportaran nada, si pondremos en la balanza la pareja, los hijos que hemos criado o si seremos capaces de volver a interesarnos por el trabajo que teníamos, incluso me pregunto si tendremos el coraje para enfrentar si el lugar donde hipotecamos la vida para comprar un pedazo de techo nos agrada. 

La desescalada consiste en bajar de la cumbre para llegar de nuevo al llano, sin embargo, cualquier montañero sabe que cada paso que nos alejamos del camino durante la bajada nos conduce más lejos del punto de partida. Siempre hay el riesgo de perderse, claro, pero cuando la montaña es metafórica ese riesgo es muy pequeño en comparación con la estupidez de no aprovechar esta oportunidad para mirarnos al espejo y decidir, con la mente consciente, si antes de esta situación éramos felices y lo más importante, si realmente tendremos el valor de serlo cuando todo esto pase.

El hombre que nunca he sido


Miércoles, Abril 22, 2020

Nunca he sido lo bastante hombre. 

Esa es la verdad. 

Y si me comparo con mi alrededor, parece que el resultado es de set en blanco en mi contra. 

Lo digo porque me sorprende la cantidad de testosterona que segregan algunos ejemplares macho de la especie, por qué cómo se explica sino que esta mañana, de camino al supermercado y más protegido que Darh Vader, me haya cruzado con una trabajadora sexual, lo que antes llamaban puta de carretera, en pleno boulevard del Coral. La chica andaba por el arcén ojo avizor en la caza activa (o pasiva, según la preferencia) de posibles clientes. Me ha causado curiosidad porque ese saquito de huesos vestido con un pedacito de tela iba protegida con una mascarilla sanitaria para no contagiarse del Covid-19. Si no fuera tan trágico, sería incluso gracioso porque llevaba más tela en la cara que en el resto del cuerpo, lo cual me ha generado una batería de preguntas que de no haber sido por la situación quizá me habría atrevido a bombardearla con ellas.

¿De verdad hay tipos que no han aprendido en su adolescencia cómo funciona el brazo desde el codo hasta los dedos?

¿De verdad hay tipos que no pueden estar sin abusar de una mujer ni siquiera en plena pandemia?

El otro día leía una noticia en el periódico El País que explicaba que los puticlubs en España siguen a tutiplén, ahora apagan las luces para no llamar la atención, pero en el interior las partidas de teto son interminables.

Por eso a veces pienso que me hubiera gustado ser más hombre, sentir que la testosterona me recorría cada rincón del cuerpo y que Conan a mi lado no hubiera sido más que un trozo de carne con la que, quién sabe, compartir juegos de mesa como el anteriormente nombrado, pero no, no lo soy, nunca he sido suficiente hombre para comportarme de esa forma. 

Nunca he tenido la necesidad de ir marcando paquete (no hablo en sentido figurado), como un antiguo directivo que cuando tenía una exposición en público se metía un mouse de ordenador en la bragueta para que la gente se asombrara de las dimensiones de su atributo. No recuerdo actitudes de esas en toda mi vida, o por lo menos no en la adulta.

He leído en Internet que hay soluciones para mi problema, que con alguna ayuda química, anabolizantes, esteroides, viagra, sopa de marisco en vena o quizá con la combinación de todas ellas, pueda entrar a formar parte de ese grupo selecto de macho-machotes incapaces de aguantar cuarenta días sin follar por dinero. 

O quizá no, porque pensándolo mejor podría mancharme los zapatos con mi propio vómito y los mocasines siempre son de mal limpiar…

Entrevista con Manuel y Hermes, Canal 4 RD


Miércoles, Febrero 5, 2020



Puedes comprar la novela en este enlace: http://mybook.to/puntacana


‘Punta Cana 7 noches’: Guarionex, un tipo duro, todo un Philip Marlowe a la d...


Domingo, Enero 19, 2020

‘Punta Cana 7 noches’: Guarionex, un tipo duro, todo un Philip Marlowe a la dominicana.

  • Comentario literario sobre el libro 'Punta Cana 7 noches'

Novela negra: Punta Cana 7 noches
Autor: Jordi Díez
Edita: Autopublicada en Amazon
Cuando le preguntas a Jordi Díez confiesa con cierto pudor que aún tiene pendiente la lectura de las aventuras del inconfundible héroe de El largo adiós, creado por Raymond Chandler. Tan inconfundible como Guarionex. Y como Chandler, Díez domina el ambiente hasta convertirlo casi en otro personaje más de la historia, imprescindible para comprender toda la trama. Sin rubor aparente se extiende justo lo necesario sobre colmados, suburbios y prostíbulos caribeños  para que la historia encaje y el lector conozca un mundo oculto al turista: la auténtica vida de la República Dominicana, de sus sucios negocios y sus cruentas mafias.“El inspector aparcó la tartana junto a la gasolinera y se bajó. Se acomodó bien el arma en la parte trasera de los pantalones y bufó la camisa por encima de la cintura. No vestía uniforme, rara vez lo hacía, pero todo el mundo sabía quién era”. El escritor catalán Jordi Díez perfila en esta primera entrega titulada Punta Cana 7 noches, todo un Philip Marlowe a la dominicana. Un tipo duro. Prácticamente insobornable. Bueno, todo lo limpio que se puede estar en un lugar donde la mordida resulta una práctica de supervivencia.
Domina el ambiente y también el lenguaje. La combinación, agitada lo preciso, fructifica en un cocktail que no podrías beber serenamente en un chiringuito de Punta Cana, pero que podrías disfrutar alegremente en cualquier parte del mundo donde se hable español. Justo el puntito para que devores su lectura, por ejemplo, en Dominicana o en la punta opuesta: España.
Jordi Díez se aparta de sus registros habituales para adentrarse por primera vez y con bastante acierto en la crónica negra. Asegura haberse divertido mucho mientras escribía las aventuras de Guarionex. Y se nota. Con Anacaona y La virgen del Sol descubrí un autor que era una orquesta de sensibilidad y emoción, con Punta Cana 7 noches me he divertido de lo lindo, con la satisfacción añadida de redescubrir que no abandona su extraordinaria empatía con el mundo que le rodea.

Quedaros con este nombre taíno, uno de los pocos que se conservan: inspector Guarionex. Dará mucho de qué hablar. Por el momento disfrutad de su lectura en el párrafo que os dejo a continuación. Os pongo en situación, un par de turistas españoles han encontrado enterrado en la arena un cadáver, en una de las playas más concurridas de la turística República Dominicana. El inspector recibe una llamada:
«—¡No me joda, comando! —gritó el inspector Guarionex al teléfono —¿Una mano de quién?
El policía cortó la llamada y se reclinó sobre su vieja silla, una chatarra rescatada cien años atrás de un hotel de la zona y que entre el salitre y su sudor la habían acabado de destrozar. Sopló. Unos turistas habían encontrado una mano. Se levantó y salió del despacho.
Un guardia lo esperaba sentado al volante de la camioneta Toyota del cuerpo.
—Y dime —le preguntó al chófer mientras las ruedas del todoterreno saltaban para incorporarse al boulevard.
—Internet anda lleno del tipo, un buen mangú. Ya sabe cómo son estas cosas, han sacado al muerto de la arena y le han tirado mil fotos.
Acercó el teléfono al inspector y éste fue pasando las imágenes. Por los signos del cadáver le echó pocas horas de muerto. En las fotos no apreció ningún signo de identificación, ni tatuajes, joyas, nada, sólo un tipo de unos cincuenta años, blanco, seguramente extranjero, que se habría metido en cualquier lío con los tígueres locales. 
Le devolvió el teléfono al guardia. 
No era el primer extranjero que iba a volver a su casa metido en una caja si había alguien para pagarla, o que se quedaría en la fosa común del cementerio municipal de Verón si no había quién lo reclamara.»

Jordi Diez Rojas, escritor catalán radicado en RD, presenta la novela «Punta ...


Sábado, Enero 18, 2020

Jordi Diez Rojas, escritor catalán radicado en RD, presenta la novela «Punta Cana 7 noches»
SANTO DOMINGO, República Dominicana.- Jordi Diez Rojas, escritor catalán radicado en República Dominicana, presentó Punta Cana 7 noches, una novela policíaca que cuenta la historia de un turista muerto en Macao y la lucha del sector por evitar que ese hecho afecte negativamente la imagen turística de la región.
Jordi Diez Rojas es de Terrasa, Cataluña, y desde 2006 vive en la región este de República Dominicana, donde ha escrito algunos de sus libros.
“Hacía mucho tiempo –precisa- que quería escribir algo relacionado con el turismo en este hermoso pedazo de tierra que llaman Punta Cana, una historia que acercara la parte menos conocida del paraíso a los millones de personas que lo visitan cada año”.
En su opinión, República Dominicana tiene una vida interior “atronadora, maravillosa, desconocida y de la que hay mucho que aprender”.
La historia del libro comienza con el hallazgo de un cuerpo sin vida por parte de unos turistas en la playa de Macao, una de las pocas playas vírgenes que quedan en Punta Cana.
El caso –explica el autor- es asignado a Guarionex Torres, un inspector de la policía dominicana que, en sus indagaciones, se ve enfrentado a su propio pasado.
“Mientras Guarionex recorre los pasos del difunto en su semana de vacaciones, la ambición, la lealtad, la ira y la vergüenza de la familia lo llevan a adentrarse en un pasado que creía enterrado en lo más hondo de su memoria”, dice el autor.
El libro de Diez Rojas recoge el esfuerzo de las autoridades y de la poderosa industria turística por evitar que la muerte del extranjero afecte negativamente la reputación de la zona hotelera. “Sin embargo, el descubrimiento de la identidad del cadáver y las extrañezas de la autopsia obligan al inspector a colaborar con un antiguo páter para seguir la pista de un secreto que ni siquiera esa muerte en el paraíso ha podido ocultar.
Jordi Diez Rojas es autor de la novela Anacaona, la última princesa del Caribe, que narra la vida, la lucha y la muerte de la cacica taina, la sublevación de los aborígenes frente a los conquistadores españoles y el cruento choque de dos mundos distintos.
En esa obra, Diez Rojas no escatima detalles sobre los abusos, matanzas y atropellos cometidos por los españoles en el proceso de colonización de la isla Española, que terminaron extinguiendo a la población aborigen.
También escribió La virgen del sol, una novela ambientada en la vida y la espiritualidad de los Incas, y El péndulo de Dios, que se convirtió en uno de los cien libros más vendidos en Amazon.
“Esta vez, -expresó el autor- y a diferencia de mis libros anteriores de temática histórica, se trata de una novela policíaca protagonizada por un inspector de la policía dominicana un tanto peculiar”.

PUNTA CANA 7 NOCHES, un caso para el inspector Guarionex


Viernes, Diciembre 13, 2019

Hacía mucho tiempo que quería escribir algo relacionado con el turismo en este hermoso pedazo de tierra que llaman Punta Cana, una historia que acercara la parte menos conocida del paraíso a los millones de personas que lo visitan cada año, porque de la misma forma que España no es sol, paella y sangría, República Dominicana no es bachata, ron y playas de película, que también, pero hay mucho más. 

Detrás de los escenarios extraordinarios que brindamos a nuestros visitantes se esconde una vida de verdad, con sus miserias y sus aciertos, con los sueños y las decepciones de todos los seres humanos que poblamos esta tierra bendecida para que nuestros huéspedes se sientan mejor que en sus casas.

Dominicana tiene una vida interior atronadora, maravillosa, desconocida y de la que hay mucho que aprender, por eso el inspector Guarionex es un tipo que estoy convencido de que no os dejará indiferentes.

Su primer caso, PUNTA CANA 7 NOCHES, comienza con la aparición de un cadáver en la playa virgen de Macao, a pocos minutos de los mayores complejos hoteleros del país y en unas circunstancias algo extrañas. Pero más que mis palabras, tan gastadas ya, prefiero dejaros con la sinopsis de la novela y el link de acceso a la misma mientras yo me quedo con el vértigo de la esperanza de una larga del inspector Guarionex.

Puedes adquirir la novela aquí

Presentación ANACAONA


Sábado, Noviembre 30, 2019

Durante los días 28 y 29 de noviembre he tenido la fortuna de presentar una edición especial de la novela ANACAONA, la última princesa del Caribe, ante mis amigos y vecinos. De la mano de Editorial Santuario hemos realizado una edición limitada para la distribución de la novela en República Dominicana, un hecho que me produce una gran alegría y que espero que ayude al reconocimiento de la cultura taína en el país.


Para los interesados en adquirir la novela pueden hacerlo en las librerías Cuesta o bien en el siguiente enlace: COMPRA LA NOVELA

¿Qué se puede decir más que gracias, gracias y un millón de gracias?, pues eso, 

MUCHAS GRACIAS.

Sandy Kominsky


Martes, Noviembre 26, 2019


Un par de noches atrás acabé de ver la segunda temporada de El método Kominsky, una serie estadounidense protagonizada por Michael Douglas en el papel de Sandy Kominsky, un actor medio fracasado que trabaja dando clases de actuación a jóvenes con ilusiones de triunfo, y Alan Arkin que representa a Norman Newlander, el agente y amigo de Sandy. Y si bien el señor Arkin es famoso por papeles como el del abuelo underground de Little Miss Sunshine, el hijo de Kirk Douglas es, como mínimo, una leyenda.


Digo esto porque a los dos minutos de empezar a ver la serie, Michael Douglas desapareció y su lugar fue ocupado por Sandy Kominsky.

Creo que la gran mayoría estaríamos de acuerdo en que Michael Douglas es un gran actor, tanto que llega a comerse a sus propios personajes. No sé vosotros, pero a mí cada vez me cuesta más no ver a los actores en los papeles que ejecutan. Soy un freak absoluto de Star Wars, no tanto de Blade Runner y bastante más de Indiana Jones, pero en todas estas películas, además de las muchas que ha hecho en su carrera, casi siempre veo a Harrison Ford. Quizá algo menos en las primeras de Indiana, pero en el resto no veo a sus personajes, lo veo a él. Lo mismo me ocurre con Al Pacino, De Niro y el resto, por no hablar de iconos tarzanizados con sus personajes como Stallone o Schwarzenegger (ya sé que los he metido en el mismo saco de los actores). Nota: esto no aplica a Meryl Streep.

Los primeros días, cuando veía la imagen promocional de la serie con el rostro a toda página del señor Douglas, tardé en interesarme. De hecho no lo hice hasta que en el muro de FB de alguien a quien le tengo bastante respeto vi que hablaba maravillas de la serie. Yo estaba totalmente convencido de que El método Kominsky sería lo que la China o Qatar para los futbolistas, el último atraco. Y no. Nada más lejos de la realidad.

Como decía al principio del post, el personaje de Sandy Kominsky hace desaparecer a la estrella Michael Douglas hasta el punto de que una vez terminados los dieciséis episodios de veintiocho minutos que dura la serie me quedé con el mismo vacío que me produce acabar un libro y cerrar con él a sus personajes. Y ése el gran éxito del show televisivo, que el texto que lo conforma es extraordinario.

El método Kominsky huye del estereotipo del humor, del formato, incluso de las reglas que parecen aplicar para el noventa y nueve punto nueve por ciento del resto de series. Y es que El método Kominsky no es una serie, es un magnífico texto interpretado por actores muy buenos.

En estos últimos meses, quizá años me atrevería a decir y más a medida que mi capacidad de asombro disminuye con el paso de los mismos, cada vez me es más difícil acabar un libro y quedarme huérfano de sus personajes. Me pasó, hablo de memoria, con Ulises Vidal de Gamboa, el muchacho de la trilogía de Jón Kalman Stefánsson o el doctor Wilbur Larch de Príncipes de Maine, por poner tres ejemplos totalmente diferentes y que me han venido ahora a la cabeza, y esto sólo pasa cuando se cumple una regla sin importar la seriedad, la profundidad o el tema de la historia, que los personajes estén bien armados, que el autor consiga con sus palabras la visualización de sus creaciones en la mente de sus lectores, o en el caso de El método Kominsky, de sus telespectadores.

Reconozco que no soy muy fan de las series. Me cansan. Me agota la elasticidad forzada de un chicle cuando ya no da más. Seguí Juego de Tronos primero por los libros, después por la espectacularidad absoluta de la serie y al final por pura curiosidad, y la decepción (más allá de la grandiosidad de las puestas en escena) fue tremenda, en The big bang theory cada vez me costaba más ver en aquellos cuarentones a unos freaks locos por Dungeons & Dragons, The Simpsons tres cuartos de lo mismo, y así podría nombrar casi todas las series que han pasado por mis ojos desde La casa de la pradera. Ninguna, que recuerde, me había dejado huérfano como ha ocurrido con El método Kominsky.

Y eso me hace pensar de nuevo en la importancia de crear bien a los personajes, de armarlos con detalle, con cariño, con conocimiento de lo que uno va a hablar. Si vamos a crear un fontanero hemos de empaparnos (¡que bien buscado!) de plomería y de codos de cobre. Hemos de conocer el ambiente, el lugar en el que se desempeña, cómo viste, qué come un fontanero, cómo lo llaman sus amigos, de qué se le ríen, dónde falla siempre, qué supone en una familia tener a un fontanero, qué deportes les gustan a los fontaneros, dónde van de viaje, qué hacen con las piezas que les sobran, ..., y una vez toda esa información ha sido absorbida por el autor, se puede confeccionar un personaje creíble si se tiene el mínimo talento necesario. Y siempre, en mi opinión, desde los defectos, porque son las taras las que nos hacen humanos. Las incongruencias y las debilidades. El comer chocolate con las manos grasientas, el mirar porno haciendo ver que se documenta con un tutorial de YouTube, andar a doscientos con el coche cuando nadie mira, esas cosas arman el personaje y no el hecho de poseer una habilidad en el soldado de tubos de cobre sólo al alcance de un maldito genio de la plomería, por volver al pobre fontanero.

Chuck Lorre ya ha había hecho algunos acercamientos en otras comedias más televisivas, más blancas por decirlo de alguna forma, Mom, Two and a half men, la ya nombrada The big bang theory, pero nada como la pareja de Sandy Kominsky y Norman Newlander de su creación.

Tras los últimos minutos de la serie, que son magníficos, sólo me queda intentar encontrar en un próximo libro a otro personaje de la talla de Kominsky, alguien a quien seguir en la distancia, alguien que se mueva por encima de la creación de su autor pero que éste haya tenido la pericia rayana en la genialidad de habilitar un agujerito para que los vouyeur, como servidora, nos sintamos realizados antes de darnos el mayor de los disgustos al cerrar la última página de su historia.

El Pisha Team


Martes, Octubre 29, 2019

Pronto hará quince años que decidimos venir a República Dominicana, quince años desde que resolvimos cambiar nuestro estatus de familia de clase media acomodada en Europa para convertirnos en inmigrantes en el nuevo mundo. 

Justo es reconocer que no en cualquier tipo de inmigrantes, pues nuestro salto fue con paracaídas, red y colchón de lana, pero inmigrantes al fin y al cabo, algo que para mí, que vengo también de una familia de inmigrantes, supuso recorrer los pasos de mi madre, de mis abuelos y mis tíos, y caer en las mismas contradicciones, alegrías y tristezas que sufre cualquier inmigrante. 

Recuerdo a mis tíos, a mis abuelos, e incluso a amigos míos con el mismo origen que nosotros marchándose a cada oportunidad a sus pueblos, aprovechando el último minuto de vacaciones para regresar a los lugares de los que se habían largado por decisión u obligación. Generaciones completas que sólo conocieron su pueblo y su lugar de trabajo mientras veían pasar la vida a través de las ventanillas del tren de camino en una u otra dirección. 

La mayoría de las personas que emigramos aprendemos muy bien a ganarnos la vida, nos especializamos en trabajar, en salir adelante, en montar negocios, ganar dinero, ahorrar, ahorrar y ahorrar para enviarlo a casa o guardarlo para el día del regreso. Nos hacemos expertos en los intríngulis económicos al tiempo que mantenemos el corazón atado al origen. Ávidos calculadores envueltos en el monotema del regreso hasta que un día alguien como mi amigo Germán te dice algo como: “hay gente que sólo sabe trabajar en Dominicana y se olvida que vive aquí”, y tenía toda la razón.

Nosotros éramos unos de ellos.

La primera vez que fuimos a su casa se nos cayó la baba. ¿Cómo podía vivir en lugar como aquel cuando todos los demás lo hacíamos en las habitaciones que el hotel destinaba al personal? Me la pago yo, me dijo. Increíble. Germán gastaba sin pensar sólo en ahorrar para enviar a casa o marcharse.

Sus palabras, y su ejemplo, nos hicieron entonces dar un giro de ciento ochenta grados en nuestra forma de ver el futuro, en nuestra manera de vernos a nosotros mismos y al país en el que habitábamos. De su mano decidimos salir a vivir fuera de los complejos hoteleros, aprendimos a gastar para vivir como en cualquier otro lugar del mundo y dejamos la habitación del hotel para irnos a vivir a un apartamento de dos habitaciones con tanta humedad que en lugar de mosquitos habían peces de colores. Allí me comí el manjar más extraordinario hasta ese momento en el país, un bocadillo de tortilla con pan con tomate y una cerveza, sentado en un sillón frente a la tele en lugar de en un restaurante de lujo del hotel rodeado de turistas o tumbado en la cama de la habitación. 

Después me inició en algún negocio, me ayudó a entrar, e incluso compramos un barco a medias. Yo, un barco, un cateto con un barco (una lanchita) para salir a navegar por la costa de Bávaro. ¿Cuándo iba a imaginar algo así en toda mi vida? 

Escribo todo esto porque creo que todo inmigrante debería conocer a una persona como Germán, a alguien que te recuerde lo que es vivir, que te anime a ver más allá del pago por las jornadas de doce y catorce horas de trabajo en la trastienda del paraíso. Un ejemplo de éxito que te ayude a desengancharte (casi) del síndrome del emigrante y a no vivir sólo de las ilusiones del regreso, sino a disfrutar del día a día de nuestra realidad. Algo por lo que le estoy y le estaré agradecido toda mi vida.

Hace unos meses me dijo que por qué no salíamos a rodar en bicicleta de montaña por la zona, y le hice caso, como no, para adentrarnos en una afición magnífica que desde entonces nos ha ocupado muchas horas de ocio y que nos mantiene activos y en forma. 

Este fin de semana un gaditano, él, y un terrasenc, yo, del Madrid él, de la Real y del Barcelona yo, español él, independentista yo, carnívoro él, casi vegetariano yo, con pelo abundante él, calvo como una bombilla yo, apolítico él, adoctrinado yo, hemos corrido nuestra primera carrera ciclista en el país, la Epic Las Terrenas, y si bien nuestra posición en la clasificación general no nos haría merecedores de un contrato profesional para correr junto a Nairo Quintana, la satisfacción por haberla acabado juntos ha sido enorme.

No es fácil ser inmigrante, no es sencillo andar con un pie en cada lugar, con el alma dividida, con la duda de cuándo será el momento indicado para volver, con familia a banda y banda del mar, con la indefinición de no saber a dónde pertenece uno. A ser, como mis tíos cuando era niño, andaluces cuando venían a Terrassa, catalanes cuando iban a su pueblo en Córdoba y españoles cuando regresaban a su casa en Lyon. Y no, no es fácil, la verdad, pero cuando tienes la fortuna de encontrar a un amigo como Germán, la cuesta arriba no parece tan empinada.

Guardiola «Demanem a la comunitat internacional"


Lunes, Octubre 14, 2019

Retro Jazz: Anacaona


Miércoles, Octubre 9, 2019

Maravillosa canción. Cada día me sorprende y me enamora más este país que de a "chin" por fin voy conociendo.